Leija con hermanas de Argentina, República Dominicana y Perú durante el V Congreso Latinoamericano y Caribeño de Vida Religiosa realizado del 22 al 24 de noviembre en Córdoba, Argentina. (Foto: GSR/Helga Leija)
Mucho tiempo después de la conclusión del V Congreso Latinoamericano y Caribeño de Vida Religiosa, celebrado del 22 al 24 de noviembre en Córdoba, Argentina, estas poderosas palabras de Liliana Franco siguen resonando en mi:
"Hay una llamada fuerte y es a asumir que el conflicto y la tensión hacen parte también del caminar. Nuestro caminar no es por caminos llanos y aprendidos, es por caminos nuevos, es a la intemperie, es a modo Reino, es a modo Encarnación. Y eso supone abrazar también abrazar la cruz. Eso supone, en ocasiones, ser salpicados también por el sufrimiento, por la incomprensión, por la impotencia. No le tengamos miedo".
A lo largo del congreso, sentí el peso de los retos a los que se enfrentan los religiosos hoy en día, especialmente en América Latina. Con 400 participantes presenciales y 600 en línea provenientes de más de 20 países, el encuentro organizado por la CLAR fue un llamado colectivo a abrazar caminos difíciles y, a menudo, dolorosos que tenemos ante nosotros. Como religiosos, nuestro compromiso con la justicia y la solidaridad será puesto a prueba.
La corresponsal de GSR en América Latina Rhina Guidos, junto a su compatriota salvadoreña, la Hna. Brenda Chacón, de las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada. (Foto: GSR/Helga Leija)
Franco, presidenta de la Confederación Latinoamericana de Religiosos (CLAR), resumió en sus palabras finales lo que discutimos durante el tiempo que pasamos juntos: las duras realidades que enfrentan los pueblos a los que servimos y los retos que los religiosos en la región deben afrontar al caminar junto a ellos con fe y esperanza. Sol Prieto, socióloga argentina, destacó las enormes desigualdades en América Latina, donde el 1 % más rico controla una parte abrumadora de los recursos del continente. Esta concentración de riqueza agrava la pobreza y perpetúa sistemas que atrapan a los más vulnerables. Ante esta injusticia, ¿cómo podemos nosotros, como religiosos, ofrecer una esperanza que desafíe estas fuerzas de opresión?
La Hna. Franco, una religiosa de la Compañía de María, nos recordó que no estamos llamados a recorrer este camino solos: su invitación a abrazar la cruz habla directamente al corazón de nuestra vocación. La labor de justicia nos exige aceptar que el camino que hemos elegido no es siempre el más cómodo. Sin embargo, nos instó a que "abracemos esa tensión entre muerte y vida, entre pasos que se van dando y parálisis que nos impiden caminar, entre intuiciones y llamadas del Espíritu que nos lanzan más allá y miopías que nos retienen en el lugar de la costumbre".
El padre Fernando Falcó, de los Misioneros del Espíritu Santo de México, destacó otros desafíos que enfrentan los religiosos en América Latina: menos recursos, disminución de vocaciones y comunidades envejecidas. Nos alentó a ver este tiempo no como una crisis, sino como una oportunidad para la esperanza.
Hermanas de Argentina bailan la chacarera, una danza tradicional rural argentina en pareja, durante la celebración de música folklórica del V Congreso Latinoamericano y Caribeño de Vida Religiosa en Córdoba, Argentina. (Foto: GSR/Helga Leija)
Falcó habló de la necesidad de un replanteamiento estratégico en la vida religiosa, instándonos a enfocarnos en donde realmente podemos hacer una diferencia. Sus palabras se hicieron eco con el llamado de Franco a aceptar las realidades difíciles y dejar atrás los caminos que ya no sirven al bien mayor.
A lo largo del congreso escuchamos una diversidad de voces —afrodescendientes, pueblos indígenas y jóvenes— que compartieron sus luchas y esperanzas por una vida religiosa más inclusiva. El padre Luis Alberto Gonzalo Díez, sacerdote claretiano, nos instó a profundizar en nuestra comprensión del valor de la comunidad, donde cada persona consagrada se siente reconocida y valorada —no porque alguien les otorgue un lugar, sino porque les pertenece por derecho propio—.
Es doloroso reconocer que, a menudo, en nuestras comunidades invertimos más tiempo y energía en las personas a las que servimos que en nuestras propias hermanas, todo en nombre del ministerio. Díez nos recordó que es hora de "reconocer que hemos dedicado más energía a salvar estructuras que al cuidado, reconocimiento y valoración de las personas".
Esta verdad fue difícil de escuchar, pero imposible de negar. En los últimos tres años he sido testigo de cambios significativos dentro de las congregaciones y de la vida religiosa en general. Como una hermana joven, he tenido que enfrentar mucho dolor por el fallecimiento de mis hermanas mayores, y aunque su dolor no es menor, mi propio duelo se mezcla con la incertidumbre. También he visto a muchas hermanas de mi edad dejar la vida religiosa, lo que hace que el llamado de Franco a "ser radicalmente humanos" resuene aún más. Nos instó a no traicionar la esperanza que la gente espera encontrar en nosotros. Sin embargo, a veces es difícil no sentirme abrumada.
Advertisement
Mi comunidad, como muchas otras, enfrenta el envejecimiento de sus miembros, la disminución de vocaciones y edificios demasiado grandes para nosotras. Tenemos la tarea de reimaginar espacios más creativos para el ministerio y nuestra vida monástica. No es fácil, y el camino por delante parece largo. Pero el mensaje de Franco me desafió a pensar en cómo puedo abrazar esta incomodidad y seguir siendo una centinela de esperanza. No una esperanza ingenua, sino una esperanza enraizada en la promesa de la presencia de Dios entre nosotras.
Lo que me llevo de este congreso es la invitación a "ser radicalmente humana". Este llamado me desafía a reconocer mis propios duelos y luchas mientras permanezco fiel a la esperanza que otros esperan encontrar en mí. Ser radicalmente humana es ser vulnerable. No soy una persona extraordinaria, así que, ¿qué podría significar esto en mi vida diaria?
Hna. Adriana Pérez, de las Mercedarias del Niño Jesús, y el padre Walter Gómez, de la Fraternidad Mariana. (Foto: GSR/Helga Leija)
En mi comunidad monástica siento el llamado a llevar esperanza a través de acciones simples y cotidianas. Por ejemplo, puedo brindar mi atención a una hermana que enfrenta los desafíos del envejecimiento y dedicar tiempo para escucharla sin apresurarme a resolver las cosas. Se trata de notar los pequeños brotes de vida que nos rodean —la risa que compartimos en una comida, la alegría que sentimos al rezar juntas, la belleza de la creación de Dios en nuestro suelo—y ayudar a otros a verlos también.
Ser centinela de esperanza no es fácil, y no significa ignorar las dificultades que enfrentamos. Pero sí significa confiar en que Dios está con nosotras en la tensión: en los pasos que damos hacia adelante y en los momentos en que nos sentimos estancadas. Se trata de elegir creer que, si liberamos nuestros carismas y les damos espacio para crecer, continuarán floreciendo, incluso sin nosotras.
En estos tiempos de disminución, no podemos perder de vista quiénes somos. Nuestra vocación no se trata de números, edificios o estructuras, sino de personas. Se trata de estar presentes, permanecer fieles y confiar en que juntas podemos encontrar el camino a seguir. Este es el futuro de la vida religiosa: no es perfecto, no es fácil, pero lo vivimos con fidelidad al Dios que camina con nosotras a través de todo.
Nota: Puede leer una versión en inglés de este artículo siguiendo este enlace.