Faroles de hierro forjado en la capilla de Santa Escolástica, construida en 1939 en el Monasterio de Santa Escolástica en Atchison, Kansas, Estados Unidos. (Foto: Helga Leija)
"Señor, ya puedes dejar marchar a tu siervo en paz, tal como prometiste" (Lc 2, 22-40).
Qué fuertes y definitivas son las palabras de Simeón en el Evangelio del día de hoy. Esperó mucho tiempo a que se cumpliera la promesa. El Evangelio menciona que el Espíritu Santo estaba sobre él, revelándole que no moriría antes de ver al Mesías. ¡Había esperado toda su vida!
Todos nos hemos encontrado allí en algún momento, esperando algo importante: un acontecimiento, una promesa incumplida, una pregunta que espera respuesta, un conflicto que requiere solución o una herida que necesita sanar.
Esperar puede ser difícil, incluso cuando sabemos que Dios cumple sus promesas. ¿Tendré que esperar para siempre? ¿Puedo aferrarme al consuelo de Israel? ¿Puedo vivir tan solo de una promesa?
Ana, como Simeón, esperó confiada en la promesa de un Mesías. Por esa promesa, permaneció en el templo día y noche. Ambos esperaron toda su vida el cumplimiento de una promesa que no comprendían del todo. pero que se desarrollaba gradualmente. Ellos siguieron yendo al templo todos los días, fieles a esa promesa.
Cuando por fin vieron a Jesús, supieron que habían llegado al final de sus vidas. Podían marcharse con paz en el corazón, habiendo visto una luz para la revelación. No cuestionaron ni intentaron controlar al Mesías. Se limitaron a dar gracias y a retirarse; quizá tanto Simeón como Ana sabían que había llegado su hora.
Me reconfortan las palabras de Simeón: "Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz...". Mientras mi propia comunidad envejece y planeamos nuestro futuro, esperando la promesa de Dios, esta lectura nos recuerda que debemos permanecer fieles a la promesa, seguir haciendo aquello para lo que fuimos llamadas, aunque la promesa no se cumpla en nuestra vida. Y si se cumple, es un recordatorio de que otros pueden ser los que la lleven a cabo. Pido a Dios me dé la libertad de saber cuándo ha llegado el momento de irme en paz.
¿Y si Simeón y Ana se hubieran sentido decepcionados? Les prometieron un Mesías, pero no conocían las circunstancias concretas de su cumplimiento. ¿Podría un simple niño traer la paz y la gloria a Israel?
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En la vida religiosa, desprenderse de ministerios, puestos de liderazgo o nombramientos, puede ser uno de los mayores retos. Quizá se deba a la desconfianza en las generaciones más jóvenes o a la falta de fe. Tal vez se deba a que las personas no cumplen nuestras expectativas y nos decepcionamos y nos da miedo soltar. Cuando hicimos nuestra profesión, nos pusimos al servicio de Dios, cediendo el control. Pero, ¿realmente lo hicimos? ¿Por qué es tan difícil desprendernos? "Las expectativas son resentimientos premeditados", escuché decir por ahí. No puedo irme en paz si me aferro al guion que yo he escrito para el papel de otra persona en la vida.
Creo sinceramente que los ojos de Simeón vieron una luz que reveló exactamente lo que necesitaba en ese momento. Quizá Ana experimentó lo mismo; cada uno vio cosas diferentes. ¿Qué revelaba esa luz sobre ellos mismos? Fuera lo que fuese, la luz brilló dentro y a través de ellos, abriéndoles a la vida.
¿Has tenido alguna vez un momento de revelación como ese? Para mí, esos momentos no han implicado visiones divinas ni luz, sino más bien la certeza de que estoy en el lugar correcto en el momento adecuado. Para algunas personas, ese momento puede ser el nacimiento de un hijo, sabiendo que han nacido “para una ocasión como esta" (Ester 4, 14).
Mi momento de revelación fue una mañana en la capilla mientras entonábamos los salmos —somos monjas benedictinas, por lo cual, en nuestra capilla de coro nos sentamos unas frente a otras—. No fue nada especial, pero supe con la mente y el corazón que estaba en el lugar adecuado, en el momento adecuado, con las personas adecuadas. Es como cuando encuentras la pieza que falta en un rompecabezas, ¡pero cien veces mejor! Ese fue mi momento de revelación, la luz que brilló sobre mi espera y mi fidelidad a la promesa de Dios a pesar de las dificultades.
La luz de Dios, esa luz que revela, es para nosotros la forma que tiene Dios de decirnos: "Aquí estoy".
Que nuestra fidelidad sea luz que ilumine a las naciones. Hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, encendamos la vela de la esperanza para una vida religiosa fructífera, una que siga haciéndose presente en el templo, por nuestra fe y por los demás a quienes servimos. Que nuestra vida sea una luz que revele el camino para poder ir en paz, permitiendo que otros sean los portadores de la promesa en el futuro. Y que nuestros ojos contemplen la revelación exacta que nuestro corazón necesita para este momento.