Profesión de votos monásticos con dragones a la puerta

Después de firmar sus votos monásticos escritos a mano, se quita el anillo de su antigua comunidad, lo deja junto al documento en el altar y, después de cantar tres veces "Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi esperanza", recibe el anillo benedictino, como signo de su total incorporación a la comunidad benedictina del Monte Santa Escolástica. (Foto: cortesía de Hermanas Benedictinas del Monte Santa Escolástica)

Después de firmar sus votos monásticos escritos a mano, se quita el anillo de su antigua comunidad, lo deja junto al documento en el altar y, después de cantar tres veces "Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi esperanza", recibe el anillo benedictino, como signo de su total incorporación a la comunidad benedictina del Monte Santa Escolástica. (Foto: cortesía de Hermanas Benedictinas del Monte Santa Escolástica) 

Hoy trasladé mis votos de pobreza, castidad y obediencia de una comunidad apostólica a un monasterio benedictino, prometiendo obediencia, fidelidad a la vida monástica (conversatio) y estabilidad.

El derecho canónico establece que, después de un período de prueba de al menos tres años, un religioso puede ser admitido a la profesión perpetua en el nuevo instituto: "Mediante la profesión en el nuevo instituto, el miembro queda incorporado a él mientras que cesan los votos, derechos y obligaciones precedentes" (Canon 684).

Mi camino hasta este día no fue fácil. De hecho, estuvo lleno de lucha.

En el otoño de 2018 regresé de África y pasé por un periodo de exclaustración después de someterme a una cirugía y una recuperación muy difícil. Todo mi mundo cambió. Fue como si, de repente, me hubiese adentrado en el desierto para luchar con Dios. Como Jacob, luché en la noche con alguien o algo que no podía ver.

Cuando Dios me mostró el camino al Monasterio del Monte Santa Escolástica en Atchison, Kansas, Estados Unidos, en plena pandemia de COVID-19, mi lucha con Él continuó. Me costó mucho adaptarme. La predictibilidad me deprimía. Me preguntaba si realmente estaba hecha para la vida monástica. Sin embargo, elegí quedarme, darle un poco más de tiempo. Y con el tiempo, me di cuenta de que no era la monotonía lo que resistía, sino algo más profundo dentro de mí. Aquello que intentaba evitar era justamente lo que necesitaba enfrentar.

Recientemente leí The Solace of Fierce Landscapes [El consuelo de los paisajes feroces], donde Belden C. Lane habla sobre la espiritualidad del desierto, esa que lleva a quienes buscan a montañas, lugares aislados y parajes desolados para luchar con Dios. En su capítulo "Los dragones de lo ordinario: La incomodidad de la gracia común", Lane dice que las luchas espirituales más difíciles no ocurren en paisajes remotos, sino en los espacios cotidianos, repetitivos y aparentemente insignificantes de la vida diaria. No hace falta atravesar un desierto para encontrar dificultades; basta con permanecer en un lugar el tiempo suficiente para enfrentarnos a nosotros mismos.

La hermana se postra en el suelo y es cubierta con el velo mortuorio como signo de su entierro místico con Cristo. Así como toda la creación fue renovada durante el tiempo en que nuestro Señor descansó en la tumba, también la recién profesa es renovada mientras la comunidad reza por ella para que pueda vivir una vida monástica plena y fructífera. (Foto: cortesía de Hermanas Benedictinas del Monte Santa Escolástica)

La hermana se postra en el suelo y es cubierta con el velo mortuorio como signo de su entierro místico con Cristo. Así como toda la creación fue renovada durante el tiempo en que nuestro Señor descansó en la tumba, también la recién profesa es renovada mientras la comunidad reza por ella para que pueda vivir una vida monástica plena y fructífera. (Foto: cortesía de Hermanas Benedictinas del Monte Santa Escolástica) 

Los "dragones" a los que se refiere son las luchas y resistencias que enfrentamos al aceptar la gracia en nuestra vida diaria. Lane sugiere que la gracia común —la presencia de Dios en la rutina, en lo tedioso y en lo aparentemente irrelevante— es, con frecuencia, más difícil de reconocer y aceptar que los encuentros dramáticos con lo divino, que a menudo buscamos en experiencias extremas. 

La tradición benedictina ofrece una respuesta radical a este desafío: la estabilidad, el compromiso de permanecer en un lugar, con una comunidad, a través de todas sus pruebas y alegrías. Este voto desafía la obsesión del mundo moderno con la movilidad, la reinvención y la evasión. San Benito escribe en su Regla:

Por tanto, queremos establecer una escuela para el servicio del Señor. Al establecer su reglamento, esperamos no prescribir nada áspero ni riguroso. Sin embargo, si para corregir vicios o conservar la caridad se requiere algo más severo, no huyas de inmediato del camino de la salvación, cuyo inicio siempre es estrecho. Pero a medida que avancemos en la vida monástica y en la fe, el corazón se ensanchará y correremos por el camino de los mandamientos de Dios con una dulzura inefable de amor. (RB Prólogo 45-50)

Pero, ¿cómo puede el permanecer convertirse en un sendero que conduce a la gracia? ¿Cómo puede la incomodidad de lo ordinario transformarnos?

Lane explora cómo los entornos hostiles —el desierto, las montañas, el yermo— funcionan como terrenos de entrenamiento espiritual. Estos lugares despojan de ilusiones, obligando al alma a enfrentar sus miedos y deseos más profundos. No es casualidad que figuras bíblicas como Moisés, Elías y Jesús encontraran su llamado en el desierto. La esterilidad del paisaje refleja el despojamiento de la autosuficiencia, la certeza y cualquier distracción que pudiera impedir un encuentro pleno con Dios.

Pero la vida monástica ofrece otro tipo de desierto. La estabilidad es su propia forma de desolación. La vida monástica puede parecer predecible, segura y estructurada, pero en realidad puede ser tan desafiante como un desierto árido. Cuando permanecemos en un lugar el tiempo suficiente, no podemos escondernos ni de nosotros mismos ni de los demás.

El silencio del desierto es externo: paisajes inmensos, horizontes vacíos. En la vida monástica, el silencio es interno y saca a la luz todo aquello que preferiríamos ignorar. Así como el desierto nos priva de comodidades físicas, la estabilidad monástica nos despoja de la ilusión de poder escapar. La comunidad, el trabajo, el horario, nada de eso cambia según nuestro estado de ánimo.

Lane compara dos maneras de enfrentar los "dragones" en nuestra vida, esas luchas internas y resistencias con las que todos lidiamos. Habla de la historia de San Jorge, el caballero que mata al dragón, y la contrasta con la historia de Santa Marta, quien lo domestica. San Jorge representa la lucha directa, el enfrentamiento y la victoria. Santa Marta, en cambio, somete al dragón con paciencia, fe y persistencia.

Lane utiliza estas historias para mostrar que no hay una sola manera de enfrentar las dificultades. A veces, es necesario luchar para superarlas; pero otras veces, el verdadero camino está en aprender a vivir con ellas. Podríamos ver al dragón de San Jorge como el dragón de la adversidad y al de Santa Marta como el dragón de lo cotidiano. A lo largo de nuestra vida nos tocará enfrentarnos a ambos.

Durante mi exclaustración y mi proceso de traslado, intenté "matar" mis dragones: el duelo por la comunidad que dejé, la reconstrucción de mi identidad, la vulnerabilidad de vivir entre dos mundos y la lucha con mis propias limitaciones e incertidumbres mientras me adaptaba. En realidad, lo que necesitaba era entablar amistad con ellos

Los dragones que más resistí eran los mismos que necesitaba mirar de frente. Ahora veo que la tentación de huir no tenía que ver solo con mi situación como hermana en transferencia, sino con mi resistencia a soportar la incomodidad. Me convencí de que el llamado de Dios estaba en otro lugar, que mi inquietud era una señal de que debía ir a otro lado. Pero la gracia, muchas veces, se disfraza de persistencia. Al quedarme, descubrí que lo que realmente evitaba no era el lugar ni las personas, sino el trabajo más profundo que Dios estaba realizando en mí.

Lane nos recuerda que la gracia no siempre es espectacular. Más a menudo, se esconde en lo cotidiano. El canto diario de los salmos, que parecía un simple hábito, me sostuvo en muchas noches difíciles. Las tareas de lavar platos, poner la mesa o cosechar vegetales —tareas que pueden parecer insignificantes— se convirtieron en actos de amor. "Las alegrías más profundas no son tanto espectaculares como comunes", escribe Lane.

Lentamente, mi comunidad monástica empezó a transformarse ante mis ojos y mi corazón. Sus mismos rostros y voces se convirtieron en signos de la presencia de Dios, y me di cuenta de que la estabilidad no consistía en hacer lo mismo todos los días en el mismo lugar durante toda la vida, sino en confiar en que Dios está presente en esos rostros, en esas cosas que hacemos, en este lugar en el que vivimos. 

En el monte Horeb Elías esperaba encontrarse con Dios en un poderoso viento, un terremoto y un incendio. Pero en lugar de eso, Dios vino en una brisa suave. La estabilidad nos entrena para escuchar esa voz, no en momentos dramáticos, sino en la rutina de la vida diaria: cantando los mismos salmos, caminando por los mismos pasillos, viendo los mismos rostros. La gracia nunca está ausente. Simplemente tengo que aprender a escuchar.

San Benito comprendió que el cambio espiritual más profundo no ocurre en grandes batallas espirituales, sino en la práctica diaria de la fidelidad. La estabilidad no consiste en quedarse estancado, sino en ser transformados en el lugar donde estamos. Con el tiempo, el permanecer ayuda a limar nuestras asperezas, haciéndonos más pacientes, más presentes, más amorosos. Las personas que antes nos irritaban se convierten en nuestros maestros. Las tareas que antes parecían tediosas se transforman en actos de devoción.

Para quienes no viven la vida monástica, la práctica de la estabilidad también ofrece sabiduría. En las relaciones, significa mantenerse presente en los momentos difíciles en lugar de alejarse. En la fe, significa comprometerse con la oración incluso cuando parece árida. En el trabajo, significa encontrar propósito en lo ordinario, en lugar de buscarlo solo en los grandes logros. La estabilidad no es conformismo; es valentía, la valentía de permanecer cuando todo dentro de nosotros nos impulsa a irnos.

Hay una profunda sencillez en aprender a quedarse. La disciplina de la presencia, la práctica de la gratitud, el compromiso a seguir adelante, estas pequeñas decisiones nos moldean de maneras que no podemos ver de inmediato. El mundo nos enseña a perseguir la siguiente moda, a creer que la satisfacción siempre está un paso más allá. Pero el camino monástico insiste en que todo lo que necesitamos ya está aquí.

Así que hoy entrego mi vida a Dios en esta comunidad y con estas hermanas que serán mis compañeras, las que me señalarán el camino a la obra más profunda de la gracia. Juntas, seguiremos buscando a Dios.

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