Dios nos visita en un cuartito de maderas

Una voluntaria de la pastoral social juega con unos niños en una visita a una familia en Lima. (Foto: cortesía Begoña Costillo)

Una voluntaria de la pastoral social juega con unos niños en una visita a una familia en Lima. (Foto: cortesía Begoña Costillo)

Lima está hecha de asimetrías, contrastes y brechas que reflejan las contradicciones de la ciudad. El paisaje urbano se transforma totalmente desde el centro hacia las periferias, tanto que a uno le parece estar viajando de un país a otro, como si en unas horas, o a veces en unos minutos, se pudiera pasar de una capital espléndida, con grandes edificios, empresas, plazas históricas, teatros y museos, a un país deshecho y olvidado, construido sin planos ni proyectos, con la improvisación propia de la supervivencia.

Me encanta callejear por la Plaza de Armas y sus alrededores, y contemplar sus típicos balcones de madera, las cornisas blancas y los ocres de sus palacios, porque respiro en ellos una belleza particular, una luz que no he visto nunca en Europa y que se me hace tremendamente atractiva.

Sin embargo, cuando camino por ese otro país olvidado y deshecho que está a la vuelta de cualquier esquina del centro, o a unos pocos minutos en carro, o detrás de la puerta de un edificio de buena apariencia externa, me siento imantada hacia allí, hacia ellos, con una fuerza mucho mayor.

Esas callejuelas desordenadas, sucias y abarrotadas de gente, de mercados, de vendedores ambulantes, llenas de ruidos y voces, de ritmos latinos y pitidos de claxon, de 'jaladores' que te arrastran a entrar en sus comercios, esa atmósfera me llama, me pide tocar sus puertas, meterme en sus casas, abrazar a sus gentes. 

"La vida entera se hace en ese cuarto: se cocina, se duerme, se hacen las tareas, se lava la ropa. (…) El aspecto era desolador; sin embargo, a medida que nos adentrábamos se nos acercaba, incomprensible, la belleza": Hna. Begoña Costillo

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Una hermana camina por la ciudad de Lima junto a un voluntario de la pastoral social del monasterio de la Encarnación. (Foto: cortesía Begoña Costillo)

Una hermana camina por la ciudad de Lima junto a un voluntario de la pastoral social del monasterio de la Encarnación. (Foto: cortesía Begoña Costillo) 

¿Pero qué tiene este caos que me absorbe, que tira de mí, que me pide quedarme? ¿Por qué es bello este ruido y estas voces, esta multitud de rostros cansados? No sé si estas preguntas tienen respuestas cerradas, pero sé que en esta realidad toco una verdad que me trasciende.

El otro día, de nuevo, pude visitar a la familia de Edith (nombre ficticio), que forma parte de ese mundo caótico y paradójicamente bello. Fuimos a verles porque ese día era el cumpleaños de su hijo mayor y quisimos compartir con ellos la alegría de que Kevin (nombre ficticio) exista y tenga ya ¡5 años! Sus otros dos hijos tienen 4 y 2 años. Íbamos dos hermanas y Ángela, una amiga española que ha pasado con nosotras un mes como voluntaria de la pastoral social que realizamos en el monasterio.

Los tres niños nos esperaban tras la puerta; y nada más escuchar nuestras voces, la abrieron de golpe y se nos lanzaron a los brazos con gritos y risas. Subimos con ellos una escalerilla de piedra gastada y sin apenas luz que llegaba hasta la azotea del edificio y allí —en un lugar en el que normalmente se almacenan trastos, se tiende la ropa o se coloca la antena del televisor— se encontraba su hogar y el de otras cinco o seis familias más. Cada una vivía en un cuartito de madera y planchas de calamina, de unos 4 o 5 metros cuadrados.

La vida entera se hace en ese cuarto: se cocina, se duerme, se ve el televisor, se hacen las tareas, se lava la ropa. El baño está fuera y se comparte con el resto de familias. Todo se encuentra desordenado, sin terminar, sin limpiar, sin arreglar. Todo mezclado: niños, mujeres, hombres, perros, ropa tendida, colchones viejos por el piso, baldes de agua, ollas con comida de ayer, juguetes, basura, suciedad… el aspecto era humanamente desolador y, sin embargo, a medida que nos adentrábamos en aquel mundo se nos acercaba —susurrante, incomprensible, pequeña— la belleza.

Los tres niños jugaban a esconderse y nos retaban a hacerles cosquillas. Entre saludos y risas, encendimos una vela que habíamos colocado sobre un bizcocho de chocolate, cantamos Cumpleaños feliz y entregamos a Kevin un carrito teledirigido de regalo. Edith nos hizo entrar a su cuarto, en el que no había más que una cama grande en la que duermen los cuatro, una pequeña cocina a la que se le había agotado el gas y una vieja nevera. Allí nos quedamos la hermana Yohnely y yo con Edith; los niños jugaban fuera con Ángela.

Mientras le ayudábamos a preparar algo de comer, conversábamos con Edith que, entre una anécdota y otra, dejaba ver su fatiga y su miedo y, también, su enorme resiliencia, su capacidad de ver la oportunidad en medio de la precariedad, su esperanza en el futuro, su confianza en Dios y en sí misma cuando está en sus manos. "Yo sé que Dios tiene un propósito para mí, sé que no me va abandonar, porque siempre me ayuda; por eso voy a salir adelante", nos cuenta. 

"La belleza de Dios (…) vibra en ese cuarto con una potencia incontestable, (…) en medio de la precariedad, (…) en el espacio de la verdadera humildad que abre las puertas (…) y le deja ser el Salvador": Hna. Begoña Costillo

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Giotto de Bondone, La Visitación, circa 1310, Basílica Inferior de San Francisco, en Asís, (Foto: Dominio Público, Wikimedia Commons)

Giotto de Bondone, La Visitación, circa 1310, Basílica Inferior de San Francisco, en Asís, (Foto: Dominio Público, Wikimedia Commons) 

Al hablar de Dios, a Edith se le quiebra la voz, como si en Él se concentrase el sentido último de todo su sufrimiento, como si en el nombre de Dios encontrase ella el descanso verdadero, la puerta a sus más profundos anhelos de felicidad y la certeza de que sus hijos crecerán sanos y alegres, porque el amor vence cualquier adversidad. Es el quebranto humilde de los Anawin, los pobres de Yaveh, aquellos que se saben despojados de toda fortaleza humana y, por eso, se abandonan confiados en Dios Padre, a quien perciben con una inmediatez asombrosa.

Edith no sabe nada de teología, conoce pocas oraciones y rara vez asiste al templo, pero su vida pende del hilo de la providencia de Dios y Él es el Todo que la levanta tras cada embestida del destino. Por eso reza con sus hijos cada noche y le pide a Dios lo que necesita para vivir ese día; y no se escandaliza del caos que la rodea ni del desorden de su propia vida ni de su cansancio; ni de su falta de recursos ni de su fragilidad como madre. Se acepta humana, pequeña, necesitada, sin resignarse al desastre sino, más bien, alzando continuamente los ojos al cielo, de donde sabe que viene la salvación.

Y ahí está, ante nosotras, la verdadera belleza. La belleza de Dios mismo, cuya presencia vibra en ese cuarto con una potencia incontestable, pues Él encuentra sitio en medio de la precariedad, donde no existen brillos que le hagan sombra ni fuerzas personales que oculten el rostro caído del ser humano, sino el espacio amplio de la verdadera humildad que abre de par en par las puertas del hogar y de la vida a Dios, y le deja ser el Salvador. 

Es imposible no ser alcanzadas por esa Presencia de fuego y de agua que invade el cuarto de Edith. Salimos de allí con la certeza de haber recibido la visita de Dios, como un día ocurrió en Ain Karem, cuando la Virgen María visitó a Isabel llevando en su seno a Jesús, solo que esta vez no éramos nosotras las que al visitar a Edith llevábamos a Jesús, sino su casa la que escondía en su entraña a 'Dios con nosotros' y nos hacía partícipes de la alegría del Magníficat, porque allí palpamos la salvación de Dios que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.