Año nuevo, tiempo de promesa y plenitud

Grupo de niños en Cusco, Perú. (Foto: Unsplash/ Alexander Shimmeck)

Grupo de niños en Cusco, Perú. (Foto: Unsplash/ Alexander Shimmeck)

En la mitad norte del planeta, el fin del calendario está acompañado por una estación invernal que arrastra lo natural hacia el fin de sus procesos vitales. Ya se recogieron los frutos del verano, cayeron las hojas del otoño y se desnudaron los paisajes, dejando espacio a lo nuevo que brotará desde el interior escondido. La imagen del fin de una vida se dibuja con claridad.  

No ocurre así en el hemisferio sur, donde la naturaleza parece llevar la contraria al tiempo. Aquí, donde yo vivo, el fin del año ocurre a inicios del verano, cuando los frutos del campo están en pleno crecimiento, madurando bajo la calidez de un sol que se abre paso después de los meses de invierno. Durante los primeros días de diciembre las exóticas flores del Perú terminan de abrirse, y dejan salir desde su entraña los colores de los sabrosos productos de la tierra. El paisaje exhibe la vida en su cenit, anunciando así la meta a la que apunta la dinámica vital de todo lo creado: la fecundidad, la abundancia, la donación de frutos para que otros vivan, la comunión entre lo que se ofrece y lo que se recibe. 

El espectáculo de tal plenitud se me pone delante cuando paseo por el jardín de nuestro monasterio, situado en el centro de la ciudad de Lima. Este entorno me recuerda el significado de esta transición entre el fin y el inicio del año. Comprendo así el devenir del tiempo que, a veces, por la repetición de sus ciclos, puede arrojarnos en la inercia del sinsentido. 

"El tiempo está colmado de sentido y los años que pasan no son más que el camino hacia la plenitud, abundancia y comunión que se nos fue prometida y que nos va alcanzando a medida que nos acercamos a ella": Hna. Begoña Costillo

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Esto ocurre, sobre todo, cuando el año que terminó nos ha marcado con acontecimientos amargos, enfermedades que nublan el futuro, fracasos que no esperábamos o aparentes retrocesos en nuestro camino existencial. Incluso aunque el año que termina haya estado bendecido por lo bueno y lo bello —eventos felices y logros que nos dan la sensación de haber avanzado hacia alguna parte—, puede que en lo recóndito de nuestro pensamiento anide el miedo ante el nuevo año. Podemos sentir miedo a que este año no sea igual que el pasado, a perder alguno de los éxitos que con esfuerzo hemos cosechado o a que, a pesar de todo, nada nos sea suficiente porque, en el fondo, muchas veces situamos nuestras esperanzas en bienes que no pueden justificar toda nuestra existencia.

Entonces, cuando la conciencia se rebela ante un ciclo interminable, el absurdo el dolor, la vejez o la enfermedad, es preciso mirar más allá de las cosas, trascender el calendario, y dejarse seducir por la promesa que late en el fondo de nuestro corazón. Esa promesa nos asegura que existe una meta de plenitud en la que todo será colmado; una meta que aún no conocemos totalmente, pero que vislumbramos ya en algunos acontecimientos de nuestra historia, del mismo modo que comprendemos el sentido de los ciclos vitales al saborear los frutos del verano.

Esa es una de las razones por las que en el monasterio despedimos el año que termina y saludamos el que empieza con una vigilia de adoración. En esta práctica contemplamos a Aquel que es el principio y el fin, hacia quien todo se dirige porque constituye el sentido último del tiempo. Nos ponemos frente a Cristo vivo porque Él orienta el camino en el que gastamos nuestros años. Su presencia real ante nosotras nos confiere una perspectiva justa para ponderar el año que termina sin basarnos en criterios de eficacia, éxito, salud o bienestar sino en el impulso profundo del corazón que grita "¡ven Señor Jesús!", y lo busca en cada acontecimiento que ha vivido. 

En Cristo, la historia vivida adquiere un significado que trasciende nuestros criterios, pues todo se convierte en un espacio en el que Dios puede salvarnos y acercarnos a Él.  Los aparentes éxitos o frutos felices del año se contemplan como signo del amor y la plenitud que su presencia derrama entre nosotros.

El dolor, la enfermedad y los fracasos se revelan como lugares propicios donde Cristo muestra su victoria, su misericordia que salva, sana, levanta y nos abre al bien de la vida eterna, hacia la que avanzan nuestros días. Bajo su mirada se orienta el rumbo paradójico de un mundo que parece agonizar entre guerras, hambres, injusticias y desastres naturales, pues sabemos que todo ello no es más que la penúltima palabra que está dando paso ya a la Palabra definitiva. Esa Palabra habita secretamente en los engranajes de la historia, moviéndola de forma misteriosa pero perceptible, hacia su meta y su origen.

Así, las pérdidas del año que termina se transforman en una ofrenda de vida que, al entregarse, es salvada pues "quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien la entregue por mí, la ganará para siempre". El nuevo año que comienza se abre ante nosotros lleno de esperanza y de luz, incluso en las circunstancias más dolorosas, pues sabemos quién nos espera tras cada puerta y percibimos ya su rostro, su ternura y su abrazo en los momentos de quiebres del presente.

Al final del año, podemos decir confiados que hemos visto al Señor, pero aún no completamente y que, por eso, continuamos decididos el camino hacia Él, que nos atrae sin cesar a través de la realidad que nos provoca. El tiempo está colmado de sentido y los años que pasan no son más que el camino que recorremos hacia la meta de plenitud, abundancia y comunión que se nos fue prometida y que nos va alcanzando de a poco a medida que nos acercamos a ella.