Contraste entre pobreza y progreso capitalista en Xiamen, China. (Foto: Pixabay)
La filósofa, historiadora, politóloga y socióloga germano-estadounidense Hannah Arendt escribió: "La muerte de la empatía humana es uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de caer en la barbarie". Al observar la realidad mundial, no podemos dejar de ver un sistema que, día tras día, nos roba la empatía, insensibilizándonos frente a quienes sufren hambre, guerras, genocidios, trata de personas, desigualdades, racismo y el vaciamiento de las democracias.
El capitalismo, de manera cada vez más agresiva y con la ayuda de la tecnología, propicia que introyectemos el individualismo, el odio, el consumismo, la inacción social, la naturalización de la desigualdad de derechos, la explotación y otras formas de deshumanización, reconocidas y explicadas por científicos, activistas y líderes como el papa Francisco (ver encíclicas Laudato Si' y Fratelli Tutti).
Jesús nos enseña que el amor compasivo es el camino hacia la hermandad, la libertad y la felicidad. Si no podemos conmovernos, si no podemos 'sentipensar' que las necesidades de los demás son también nuestras necesidades, es decir, sentirnos 'nosotros', cosificaremos al otro desde nuestro egocentrismo, viviendo en una burbuja de indiferencia y desviando la mirada ante el sufrimiento ajeno.
Un ejemplo de esto es el apoyo de muchos al sionismo israelí, que masacra impunemente a miles de niños, mujeres y ciudadanos desarmados, mientras solo una minoría de las sociedades y funcionarios en el mundo reacciona y busca detener ese genocidio atroz. Lo mismo ocurre con los millones que padecen hambre, mientras cerca del 50 % de los alimentos se desperdician en el norte global.
"Los sufrientes lloran y reclaman nuestra atención y amor, para que les ayudemos a cambiar sus lágrimas, angustias y desesperación por sonrisas, tranquilidad y confianza para enfrentar el duro camino de sus vidas": Hna. Ana María Siufi
El espíritu de misericordia que inspiró a Jesús y a sus seguidores nos debe volver creativos y activos para asistir a los caídos, a quienes se les pisotean sus derechos básicos a alimentarse, tener agua potable y tierra, un trabajo digno, atención en salud y educación, a ser respetados, escuchados, acompañados, rehabilitados o liberados.
Con ellos y por ellos, se nos llama a luchar por un cambio de matriz política, económica y social que no se base en el lucro, el extractivismo depredador, la colonización y la guerra. Hoy más que nunca, necesitamos testimoniar cotidianamente la ética del cuidado, la no violencia y la responsabilidad, con menos ritos y más amor, menos discursos y más hechos, más solidaridad y menos miedos.
Hace seis años estuve en una pequeña comunidad de Tocoa, Honduras, que lucha incansablemente por defender su río y su subsistencia campesina frente a la contaminación que provoca una poderosa minera. El 14 de septiembre pasado, sicarios asesinaron a un líder, a Juan Antonio López. Ya van decenas de asesinados, criminalizados y amenazados por defender la madre tierra en la región.
Millones de organizaciones y voluntarios en el mundo ponen el cuerpo y el corazón, ofreciendo su tiempo, saberes, trabajo y bienes a quienes sufren por las guerras, la miseria y muchos otros males. En no pocos casos, esto les cuesta la vida. Los cristianos podemos aprender de ellos a cómo ser más misericordiosos en las pequeñas acciones cotidianas, ofreciendo resistencias y alternativas a un macrosistema infernal que nos impone un estilo de vida deshumanizante.
Durante 15 años fui parte del Observatorio de Derechos Humanos de Río Negro, en esta provincia de Argentina, donde muchos voluntarios y voluntarias luchamos por más justicia en las cárceles, por los desaparecidos durante la dictadura militar y por otros asuntos de gravedad social. Allí experimenté la fuerza y protección del trabajo grupal, y aprendí estrategias y formas de educar sobre la justicia, la verdad y la paz.
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Hoy, muchos jóvenes estudiantes de Derecho, docentes y tres abogados continúan esta labor, ofreciendo gratuitamente su tiempo y conocimientos para educar, contener, asesorar o representar a los internos de las cárceles locales. Ellos son conscientes de las grandes dificultades para incidir en las acciones judiciales o el funcionamiento de los penales, y de que los logros son generalmente pequeños, pero no se desaniman y perseveran en su compromiso y solidaridad social.
Los sufrientes lloran y reclaman nuestra atención y amor, para que les ayudemos a cambiar sus lágrimas, angustias y desesperación por sonrisas, tranquilidad y confianza para enfrentar el duro camino de sus vidas. Es tiempo de salir de nuestra zona de comodidad y de nuestros privilegios, o del derrotismo de 'nada podemos hacer', para que aflore un corazón compasivo y valiente que nos impulse a defender organizadamente los derechos humanos y los derechos de la naturaleza, comprometiéndonos en la sanación de nosotros mismos y de este mundo roto del que somos parte.