¿Pelear con Dios o con mis fantasmas?

(Foto: Unsplash/ Aaron Burden)

(Foto: Unsplash/ Aaron Burden)

Muchas veces intuimos que hay aspectos de nuestra vida que necesitan una mirada profunda, un tiempo de oración y de silencio prolongado, para dejar que se desarrolle aquello que se presenta como un paso en nuestro crecimiento tanto humano como espiritual. Esta intuición nos recuerda que algo necesita atención. Si no le hacemos caso en ese momento, volverá más adelante.

El Antiguo Testamento nos presenta muchas veces el proceso de purificación de las personas y del pueblo como un largo camino con tiempos de luz y de oscuridad, con crisis, con experiencias de Dios que les va ayudando a forjar su propia identidad.

Me ilumina el pasaje de Génesis 32, 23-32 en el que se narra un encuentro de Jacob con Dios en la noche. La noche es un lugar apropiado para el encuentro con Dios y con una misma; no hay actividad ni distracciones, solo silencio y la posibilidad de entrar dentro y mirar a profundidad.

En el pasaje mencionado, Jacob va al encuentro de su hermano Esaú, a quien le robó la primogenitura. Tiene miedo de lo que pueda pasar porque sabe que no se portó bien, y en el camino va aprendiendo lo que es importante en la vida y lo que no.

"Jacob se quedó solo"  (Gen 32, 25). Entonces se le caen las posesiones, la familia y las seguridades, porque el miedo le puede. En algún momento de nuestra vida todo lo que nos sujetaba cae de alguna manera y experimentamos la noche oscura.

"Ese contacto largo y prolongado con Dios en el silencio de todos y de todo es la fuerza que me renueva por dentro, el alimento que da sentido no solo a lo que hago sino a quien soy y en quién me voy convirtiendo": Hna. Carmen Notario

Tweet this

Ermita en Estellencs, Mallorca, España. (Foto: Carmen Notario)

Ermita en Estellencs, Mallorca, España. (Foto: Carmen Notario)

Al igual que Jacob, a veces sentimos que estamos peleando con alguien. ¿Un ángel de Dios?, ¿Dios mismo? Pelear en la noche cuando no se puede identificar al agresor, en medio de un profundo silencio, puede ser aterrador, pero Jacob no se rinde hasta que le hace hablar.

"Y el hombre le dijo: 'Suéltame, que ya despunta la aurora'. Jacob dijo: 'No te soltaré hasta que no me bendigas'" (Gen 32, 27). A partir de aquí se entabla un diálogo que transforma a Jacob en alguien nuevo. Ha luchado y ha vencido: "He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida" (Gen 32, 31b).

Nuestra lucha con Dios es quizá mucho más sutil, pero llega un momento en que tenemos que confrontarnos con nosotras mismas. ¿Es una lucha con Dios? ¿Es una lucha con mis demonios? Todo queda solapado en la oscuridad de la noche si no me decido a sacarlo a la luz y enfrentarlo cara a cara.

Ese contacto largo y prolongado con Dios en la noche, en el silencio de todos y de todo, es la fuente de la que mana la vida, la fuerza que me renueva por dentro, el alimento que da sentido no solo a lo que hago sino a quien soy y en quién me voy convirtiendo. 

Hace unas semanas tuve la oportunidad de pasar unos días en una ermita en plena naturaleza, en medio de una belleza difícil de describir, inmersa en un silencio casi imposible de encontrar.

Aunque no fue mucho tiempo, sentí que ese silencio, que la presencia de Dios que lo permeaba todo, me sanaba por dentro. Me sanaba de mis frustraciones, de mis inseguridades, de las decepciones… solo tenía ganas de ser y estar, sin pensar, sin buscar, sentirme parte del Todo, en silencio.

Cuando somos capaces de dejar a un lado la actividad febril durante un tiempo considerable para escuchar a Dios en lo profundo de nuestro corazón, se produce una transformación en nosotras: se va disolviendo todo lo superficial, el ego, que va dando paso a nuestro auténtico yo.

Ahondando en el sentido de mi consagración, me doy cuenta de que lo esencial no es lo que hago, la eficacia de mi vida; eso lo podría haber hecho desde cualquier otro estado de vida. Lo que realmente cuenta es desde dónde vivo y cómo voy tomando conciencia de qué se me invita a ser.

Experimentamos en algunos momentos voces interiores que carcomen por dentro: complejos y miedos que nos asaltan, y podemos proyectar todo ello en los demás. Quizá yo echo la culpa de no encontrarme bien a los otros o a las circunstancias. Me hago la víctima quedándome sumida en un mar de lamentos. Se trata, pues, de decirme la verdad a mí misma, de enfrentarme a mis fantasmas, de sincerarme y de aceptar lo que soy y lo que no soy.

El rendirnos a ese encuentro con Dios tiene una finalidad: dejar todo lo que hay en nosotras de arrogancia, de autosuficiencia, de poder y dominio para dejarnos bendecir por Él. Somos lo que somos porque hemos sido bendecidas. Dios cambia nuestro nombre, ensancha el espacio de nuestra tienda, nos hace más auténticas, más humildes, más solidarias. Soltamos todo aquello que nos tenía sometidas y nos regala una libertad nueva en nuestro peregrinaje.

El encuentro de Jacob con Dios le deja una marca física, una cojera. Le da fuerza para ir al encuentro de su hermano con la humildad suficiente de quien sabe que ha hecho mal, y así encuentra el perdón y el abrazo.

El encuentro con Dios siempre nos deja una marca, un recuerdo de lo que somos y de lo que estamos llamadas a ser.

Esas noches oscuras, además de ayudarnos en nuestra madurez personal, nos preparan para el acompañamiento que hacemos en nuestros ministerios. ¡Quien no ha pasado por estas experiencias, no puede ayudar a otros a atravesar la noche!

"Jacob llamó a aquel lugar Penuel, es decir, cara de Dios", pues se dijo: 'He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida'" Génesis 32, 31.

Una experiencia así es un regalo al que todos estamos llamados. Ser vehículo para que las personas lleguen a Él es un privilegio indescriptible, aunque a veces puede también resultar doloroso por las resistencias.

"Disfruto del silencio, dialogo con Dios a través de la Palabra; todo esto me está cambiando la vida, me está dando sentido a lo que hago, tengo una ilusión que antes no tenía… gracias, gracias por tu vida". Cuando una persona te dice esto, por una parte te sientes tremendamente pequeña, porque sabes que tú no lo has hecho; has sido, como mucho, una luz en el camino. Ves claramente que esto se da porque tu vida es esa peregrinación marcada por esos encuentros con Dios que te transforman a ti primero.

Dios se nos hace el encontradizo de mil maneras y no deja de insistir cuando algo requiere nuestra atención; lo podemos posponer, dejarlo para otra ocasión, poner excusas como exceso de trabajo, pero llegará el momento en el que ya no lo podamos posponer más.

Enfrentarnos a nuestros fantasmas y mirarlos de frente para luego dialogar con ellos nos dará una nueva libertad, una nueva identidad, un gozo inmenso.

"Salía el sol cuando pasó por Penuel e iba cojeando del muslo" (Gen 32, 32). La luz reina en contraste con la oscuridad de la noche. La cojera será un recuerdo para siempre del encuentro y la transformación.