Nada más largo que la esperanza del pobre

(Foto: Unsplash/Marco-j Haenssgen)

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"No importa hermanita, yo espero", me asegura Nancy, quien ha venido al monasterio a pedir pañales para su hermano, quien por su enfermedad lleva ya varios años postrado en cama. No puedo atenderla inmediatamente y no me gusta hacerla esperar, porque el tiempo que pasa sentada en la portería le hace perder oportunidades de venta de sus caramelos y refrescos en la calle y no gana, por tanto, los soles diarios que cuenta de uno en uno, como si fueran oro, hasta que tiene lo suficiente para comprar la comida necesaria para ese día. Sin embargo, espera porque los soles dependen mucho de la suerte, de la buena voluntad de los viandantes, del clima y de su resistencia al calor de la mañana. Los soles no se los asegura nadie; los pañales que le damos en el monasterio, sin embargo, los tiene asegurados con su espera.

También esperó en la larga fila que desde las cinco de la madrugada se forma ante la ventanilla de citas del hospital estatal de Santa Rosa, en Lima. Es fatigoso conseguir una cita, porque el sistema está saturado y hay pocos cupos disponibles. Por eso es necesario madrugar mucho y quedarse paradita en la fila durante una o dos horas, aguantando el frío del amanecer y el absurdo del tiempo vacío. Nancy esperó y, gracias a Dios, ese día consiguió su cita. Salió contenta planeando desde ya cómo haría para llegar a ella en el día indicado antes de la hora fijada, aunque tenga que esperar, porque sabe que si llega con la hora justa habrá muchas personas esperando y podría, incluso, perder su turno.

"Los pobres han aprendido a esperar y a recibir, resistiendo día tras día la frustración de lo que se les niega, y sostenidos en una esperanza que titila incandescente en el centro de su existencia": Hna. Begoña Costillo

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Luego, Nancy espera en los semáforos a que se detengan los carros para pasar entre ellos ofreciendo sus caramelos y refrescos, con la alegría de que hoy el sol está de su parte y luce con un brillo que reseca la garganta. "Hoy los choferes tienen sed; será un buen día de ventas", piensa Nancy. Más tarde, antes de las 11 de la mañana, cuando ha juntado algunos soles, detiene su venta para encaminarse hacia un comedor popular en el que cada día compra su menú por 4 soles (1 euro). Tarda unos 40 minutos en llegar y, una vez allí, espera su turno en la fila. Son miles de personas las que cada día se alimentan en los comedores populares y, de hecho, hay multitud de ellos esparcidos por la ciudad. La mayoría están repletos de gente que, de no ser por ellos, no conseguiría alimentarse a diario. Por eso, merece la pena llegar temprano, aunque haya que esperar, pues de ningún otro modo podría Nancy cocinar un plato tan completo y tan barato como se lo proporciona el comedor. Ella no tiene cocina ni consigue dinero suficiente para comprar la variedad de insumos que lleva el menú del comedor, así que Nancy espera, paciente, para almorzar.

Y esperará aún más veces, ese y otros días, para matricular a su hijo en el colegio estatal, para conseguir la renovación de su DNI, para visitar a su hermano en la cárcel, para reclamar el agua que no llega a su cerro, para recibir una formación laboral con la que podría mejorar su situación… Ella espera, siempre, como tantos otros que veo a diario en las calles de la ciudad, esperando lo que por sí mismos no pueden obtener, lo que pueden recibir solo por caridad, gratuitamente, sin pagos, sin méritos, por puro don.

Le doy los pañales, pasados unos 20 minutos, a sabiendas de que no es la primera espera del día de Nancy. Y se me quedan dentro, como un símbolo único de la esperanza humana, sus ojos de gratitud y paciencia. 

Podrán hacerse muchas y muy elaboradas reflexiones que expliquen las causas que han llevado a Nancy a las largas esperas en las que se desgasta su vida; seguramente haya muchos que interpreten la espera como una rendición, como la dejadez de una voluntad floja; habrá quien al observar a Nancy en su espera la juzgue capaz de ganarse la vida por sí misma, en vez de esperar que se la den; o, como dice el sociólogo argentino Javier Auyero, podría pensarse que "hacer esperar a los pobres es una herramienta de control para el poder que le permite vigilar y castigar".

Algunos de estos juicios podrían ser verdaderos o, por el contrario, ignorantes de la génesis auténtica de la miseria humana; pero, sea como sea la explicación, lo cierto es que los pobres han aprendido a esperar y a recibir, resistiendo día tras día la frustración de lo que se les niega, de lo que no consiguen, de lo que no les corresponde, y manteniéndose en pie sostenidos en una esperanza que titila incandescente en el centro de su existencia, como un misterioso alimento que nutre cada día sus ganas de vivir porque, como dice el refrán, nada hay "más largo que la esperanza del pobre".

Me quedo con sus ojos y sigo el ritmo paradójicamente acelerado de mi jornada monástica. Tengo el horario bien programado, siempre alrededor de las exigencias y estructuras comunitarias, pero ajustado al máximo para que mi tiempo sea productivo, que no se pierda ni un segundo, y consiga realizar todas las tareas, deberes, misiones, rezos, escritos, conversaciones y proyectos que me he propuesto para hoy. La puntualidad es un valor incuestionable en la vida común, precisamente porque ninguna hermana está en condiciones de dejar correr su tiempo esperando a otros.

Pero en esta tarde, en la que tengo en primer plano la mirada paciente de Nancy, siento una sospecha ante mis estrictos programas en los que no caben las esperas. ¿De verdad vale tanto mi tiempo? ¿Es tan crucial mi tarea, mi oficio, mi misión? ¿Quién hace crecer el Reino que creo estar sembrando? ¿Qué frutos estoy buscando? ¿Qué espero recibir?

Las preguntas se vuelven brechas que agrietan mi planificación y hacen emerger, desde el eco de los ojos 'esperantes' de Nancy, un rumor que me recuerda que ha llegado el Adviento, el tiempo de la espera de lo que yo no puedo producir con mis fuerzas, de lo que no puedo recibir por méritos, de lo que solo puedo esperar, suplicar, recibir como don y de lo cual depende absolutamente toda mi vida y la del mundo entero.

Me quiebro y comprendo. Toco mi pobreza, la insuficiencia de mi humanidad vacía y pobre, radicalmente necesitada de un Salvador que la colme, que la siembre y la haga fecunda, que la convierta en pesebre en el que la 'vida' pueda morar y darse a todos. ¿No es nuestra vida contemplativa un signo de esta pobreza radical del ser humano que espera y acoge a Dios Salvador? ¿No hemos optado nosotras por seguir esa voz que nos ha desarraigado de la lógica de lo productivo, lo útil, lo cuantificable, para entrar en la dinámica del pobre que vive del don?

En este inicio de Adviento, la espera de Nancy me devuelve a la certeza de mi pobre humanidad y, así, reactiva en mí la verdadera espera, la espera del pobre, pues como escribió en algún lugar Luigi Giussani, "la espera es el lugar de quien tiene hambre y sed. Y extiende la mano: atiende, tiende a aquello que le hace vivir, a aquello por lo que podrá vivir". Maranathá, ¡ven, Señor Jesús!