Comunidades participan en un cortejo fúnebre —en San Andrés Larráinzar, estado de Chiapas, México, el martes 22 de octubre de 2024— del sacerdote católico y activista Marcelo Pérez. El padre Marcelo fue asesinado por enfrentarse a las bandas criminales. (Foto: AP /Isabel Mateos)
Siempre que nos atrevemos a reflexionar en la invitación a la santidad, nos remontamos a la vida de personas de siglos pasados, resaltando en ellas virtudes casi inalcanzables y tal vez escondiendo sus debilidades y vulnerabilidades.
Sin embargo, durante el pontificado del papa Francisco nos hemos acercado más a reconocer la santidad en personas jóvenes y contemporáneas. No quiero detenerme ahora a reflexionar sobre los santos y santas que la Iglesia ha llevado a los altares, tras largos procesos de investigación para comprobar sus méritos y milagros.
Respetando la tradición de la Iglesia y con el deseo de dar un paso más en las reflexiones sobre santidad, deseo escribir sobre los santas y santos 'de a pie', esas personas sabias, de vida ordinaria que viven en el anonimato.
Estas personas han sabido afinar sus sentidos para captar el paso de Dios en sus vidas, en sus comunidades de fe, en los acontecimientos cotidianos y en el compartir con sencillez la vida en el campo y la ciudad.
Ellos y ellas, santos y santas de hoy, van más allá de profesar un credo religioso, ya que están atentos y atentas al aleteo del Espíritu en acciones por el bien común y la creación de espacios de vida digna.
La primera carta de Pedro 1, 15-16 nos recuerda que como seguidores de Jesús todos estamos llamados a vivir desde esta actitud de santidad: "Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que está escrito: 'Sean santos, porque yo soy santo'".
"¿Por qué reconocer como santos y santas solo a aquellos a quienes la Iglesia lleva a los altares cuando hay tantos hombres y mujeres de buena voluntad que son pan partido y repartido al estilo de Jesús?": Hna. Vuelo en V
La santidad es una virtud inherente a nuestra esencia que nos conduce a dejar salir la bondad que todos llevamos dentro, a vivir en armonía con todo lo creado y a gestar con nuestro testimonio de vida la gracia de ser llamadas también criaturas divinas aun en medio de nuestra fragilidad.
Vienen a mi memoria gestos cargados de amor de tantas mujeres y hombres sencillos que han entregado sus vidas de una manera fecunda en el cuidado integral de la creación y en la lucha por la justicia y los derechos de los vulnerados por sistemas opresores. Estas personas han desarrollado la capacidad de conectar desde sus entrañas con la realidad y el sufrimiento, y con humildad han puesto sus dones y talentos al servicio de los demás.
Pienso en tantas comadronas, enfermeras, médicos, agricultores, estudiantes que, desde la periferia y en lugares de conflictos, siguen sirviendo y entregando sus vidas. Tantas mamás, papás, abuelas y abuelos que han sostenido la fe, la esperanza y las luchas de nuestros pueblos. Así también, los maestros y maestras que recorren cientos de kilómetros para crear y despertar conciencias a través de sus enseñanzas. Y así, un sinnúmero de personas que saben tocar las heridas de los y las atendidos por las samaritanas del camino.
Entonces, ¿por qué reconocer como santos y santas solo a aquellos a quienes la Iglesia lleva a los altares cuando hay tantos hombres y mujeres de buena voluntad, de diferentes edades y culturas, que son pan partido y repartido al estilo de Jesús? Estas son preguntas que comparto para que, al leer y reflexionar, también podamos llegar a nuestras propias conclusiones.
Hoy, los santos y las santas que también me inspiran son personas normales que aún viven y que, a pesar de sus fragilidades, hacen el bien y transparentan la presencia de un Dios cercano. Son personas que aprenden a olfatear la vida de una manera profunda y, desde su ser y estar, van aprendiendo a auscultar el latir de Dios en la humanidad.
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La santidad es una manera de vivir, en donde vamos haciéndonos conforme el querer del Dios que nos muestra Jesús. En este camino de santidad, somos invitadas a cultivar rasgos que nos conduzcan a vivir de una manera más plena, desde la libertad, la justicia, el amor, la amistad, el servicio desinteresado, la dignidad, el bien común, la igualdad de derechos y condiciones.
La lucha por erradicar la violencia, la exclusión y la discriminación lleva como bandera estos rasgos, característicos de Jesús. Para ello, necesitamos dejar de asociar la santidad solo con ritos y acciones reservados para unos pocos.
Debemos empezar a vivir la santidad como una invitación a la cual todos, como seres humanos, estamos llamados, a ser santos y santas como el que nos ha creado.
Una santa 'de a pie' que recuerdo es la señora Ofelia, una mujer sencilla y trabajadora, y una madre luchadora con un carácter firme y amable. Se dedicó a cuidar a su familia, incluidas las personas con necesidades especiales, y también a ayudar a niños, adolescentes, jóvenes, huérfanos, y víctimas de violencia. Su amor al prójimo la llevó a convertirse en una figura maternal, ofreciéndoles empatía y compasión.
Desde muy joven fue catequista de niños y adultos, atrayendo a personas con su trato cálido y tierno, incluso a aquellas que alguna vez habían afirmado no ser creyentes. En la actualidad sigue siendo una mujer comprometida con el empoderamiento de las mujeres en su comunidad, sobre todo de aquellas que han sufrido violencia. Su encuentro con Jesús en su juventud la condujo a hacer opciones concretas en favor de los más necesitados, pues ella sabía en carne propia lo que era vivir en la pobreza y dificultades. Aunque todavía se toma muy personal los problemas ajenos, a sus 77 años sigue inspirando a otras mujeres con amor y esperanza, promoviendo un servicio al estilo de Jesús.
La santidad es una gracia que todos llevamos dentro. No la limitemos a conceptos o reconocimiento tras la muerte. Enseñemos a nuestra generación de hoy una nueva manera de ser santos y santas: una arraigada en la humildad y los valores del Reino. Es motivo de alegría reconocer que son muchos más los santos y santas que existen en anonimato, que aquellos a quienes la Iglesia ha llevado a los altares.