Comenzar de nuevo es estar siempre en camino

Detalle de la mesa en la acogida del albergue parroquial Santa María del Camino en Carrión de los Condes, Palencia, España. (Foto: Amaya Hernández)

Detalle de la mesa en la acogida del albergue parroquial Santa María del Camino en Carrión de los Condes, Palencia, España. (Foto: Amaya Hernández)

Empezar de nuevo no es fácil. Mirando hacia atrás, hacia el camino recorrido, percibo con claridad que comenzar de nuevo es una constante en la vida. 

Cuando sentí la llamada de Dios, me reconocí en Nicodemo escuchando a Jesús sobre ese “nacer de nuevo”. Entendí que debía entrar en una transformación mucho más profunda, una que no dependiera de mis esfuerzos, méritos, voluntad o deseos, sino de la gracia de Dios que quería actuar en mi naturaleza frágil e inconstante, quizá sin ser percibida, pero respetando siempre mi libertad.

Pasar de una fe muerta o escondida a una fe viva era el modo de definir el primer comienzo para mí. Era algo nuevo que ocurría en mi interior, como una semilla que iba creciendo lentamente, invisible a los ojos humanos. Mi respuesta consistía en permitir que echara raíces y en aceptar en mí la aventura de engendrar una nueva vida que no me pertenecía.

“Comenzar de nuevo es siempre posible (…). Donde está Dios, hay casa, hermanos, hermanas, una tarea que hacer y una misión que llevar a cabo en su nombre”: Hna. Amaya Hernández 

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A través de la Palabra de Dios, que pronto se convirtió para mí en “lámpara para mis pasos”, escuché la llamada a entrar en la vida religiosa y experimenté en mi propia persona lo que san Pablo dice de sí: "Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado", porque "el que es de Cristo es una criatura nueva". 

Mi vida se sintió orientada de repente, sobre todo en el interior. Tenía un rumbo; ya no estaría llevada por la inercia. Algo más fuerte que yo me movía a tomar decisiones inesperadas en mi trayectoria. Una luz me abrió los ojos a una realidad desconocida. Fue un camino lento en el que confluyeron circunstancias y personas concretas; y en el que escuché una clara invitación, una llamada personal e intransferible.

Era el grito de una fe que reclamaba ser vivida y profesada, pues tocaba las fibras más profundas de mi ser, preguntándome dónde estaba la verdadera dicha; y exigiendo y provocando coherencia. 

Era una fe que necesitaba ser celebrada, ya que la dimensión relacional cobró un sentido nuevo para mí. Entendí que nadie ha llegado a esta vida para vivirla en aislamiento, en total incomunicación, indiferencia o irresponsabilidad con respecto a los demás, sino para llegar al mismo destino todos juntos. En la diversidad y multiplicidad de orígenes y experiencias, supe que todos somos convocados, por el cielo mismo, a recorrer juntos ese camino en la tierra hasta llegar a nuestro destino.

Era una fe que no podía existir sin oración, porque era evidente para mí que existe un vínculo sagrado con algo que no se puede abarcar ni entender. Ese algo da sentido a mi limitada y precaria existencia, une mi origen a mi destino y tiene un nombre: Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Era Él quien me invitaba a entrar en la vida regeneradora del bautismo, para vivir como hija de Dios, hermana de todos los seres humanos en la tierra, creados y destinados a vivir con Él para siempre, y me llamaba por mi nombre.

Este nuevo comienzo brotó de un sello grabado en el corazón que descubrí en un momento dado y que reorientó mi existencia, marcando misteriosamente un camino. En este sendero recibí un nombre nuevo, una pertenencia, una identidad, una misión.

“Durante mis primeros años en la vida religiosa siempre escuché la misma voz que me llamaba a seguir caminando; (…) cuando creía haber alcanzado una meta, me daba cuenta de que el horizonte estaba siempre más allá”: Hna. Amaya Hernández 

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Entrar en la vida religiosa supuso, como en cualquier forma de vida, elegir una dirección y dejar otras de lado; y significó responder a la novedad de Dios que sigue llamando, poniendo delante una meta: la identificación con Cristo. La llamada era más fuerte que las dificultades de asumir ese camino, que incluye incomprensiones, renuncias, y cargar con una cruz que no se entiende, no se espera y cuesta abrazar.

Durante mis primeros años en la vida religiosa siempre escuché la misma voz que me llamaba a seguir caminando; porque cuando creía haber alcanzado una meta, me daba cuenta de que el horizonte estaba siempre más allá. Primero fue el reto del noviciado, después hacer un compromiso público delante de la Iglesia en la comunidad que Él me dio. Más tarde, decir un sí para siempre, pero con la clara conciencia de que nada dependía de mis fuerzas, seguridades o éxitos, y todo se realizaría a pesar de pasar por dificultades o fracasos.

Empezar de nuevo era simplemente caminar sabiendo de dónde vengo, a dónde voy, quién me llama, por qué y con quién camino. Estar en conversión continua era el reto que nunca debía  olvidar y que se manifestó como una verdad que no podía rechazar: en mi interior resuena incansable el eco de su voz, que me pide levantar mi tienda y seguir caminando, vivir libre de lo pasajero, aunque con los pies en la tierra, y afianzarme solo en Dios, dejando que sea el protagonista de mi historia.

Una expresión que ha marcado mis pasos ha sido “sal de tu tierra”;  es la que me ha abierto horizontes nuevos, capacitándome para abandonar seguridades, dejar comodidades, y a veces se ha traducido en afrontar lo desconocido, como vivir en una comunidad pequeña donde todo está por hacer o asumir el riesgo de la diferencia, testimoniando la unidad en la diversidad. 

Más allá de aceptar cambios externos, asumir nuevos retos, abrazar cruces o fracasos… todo tiene que ver con responder a una voluntad concreta de Dios, discernida entre luces y sombras, junto con mis hermanas. Puedo decir que siempre ha habido un hilo de oro que ha guiado los pasos de mi vida y de nuestras comunidades, desarraigándome continuamente de mi propio yo para enraizarme en Él. 

En todo nuevo comienzo, lo que permanece es la pertenencia a Dios, el reconocimiento del sello de una llamada grabada a fuego en mi corazón: vivir en Aquel que es Uno y Trino, que es comunión.  De esa fuente hay que dejar que brote la vida de Dios para que otros beban; ser puente por donde Él abre caminos y mesa en la que reparte su pan y cauce por donde derrama su gracia. 

Comenzar de nuevo es siempre posible, si somos llevados por el Espíritu que nos invita a no llevar nada para el camino, porque adonde vamos está Él. Donde está Dios, hay casa, hermanos, hermanas, una tarea que hacer y una misión que llevar a cabo en su nombre.

Ha habido muchos comienzos a lo largo de mi vida, y estoy segura de que vendrán más, pero de nada sirve contar aventuras externas si no son fruto de una moción del Espíritu, de haber ensanchado mi espacio interior para la escucha y la docilidad, como María. De esta manera, es Él quien guía los pasos lentos, inseguros y tímidos de mi peregrinar comunitario hasta llegar, junto con mis hermanas, a la casa del Padre.