Un nuevo año para contemplar la vida de nuestros pueblos con esperanza

Un pueblo que caminaba en tinieblas ha visto brillar una gran luz. Isaías 9, 2

(Foto: Vuelo en V)

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En el texto del profeta Isaías encontramos una invitación a contemplar la vida de nuestros pueblos con una esperanza activa y renovadora. De esta proclama se desprende la promesa de sentirnos acompañados y guiados por la luz y la gracia de sabernos amados y protegidos por quien nos ha creado, quien jamás abandona su obra.

La realidad del pueblo al que Isaías dirige este anuncio no dista mucho de las diversas y difíciles realidades que seguimos viviendo como humanidad. Muchos de nuestros pueblos luchan contra energías de oscuridad, miedo, hambre, guerras, esclavitud, divisiones y dictaduras opresivas. Sin embargo, a menudo queremos resolver estos desafíos con nuestras propias fuerzas, olvidando invocar la luz y presencia de la sabiduría divina.

Desde nuestra fe cristiana, al centrar nuestra vida en Jesús encontramos esa luz que renueva, que nos impulsa a levantar la cabeza y descubrir con asombro nuevos horizontes. En nuestro proyecto de vida se abren caminos que nos permiten encender la antorcha de la fuerza interior para gestar juntos espacios comunitarios donde cada persona pueda crecer, sanar, perdonar y transformar aquello que el individualismo, el consumismo y sistemas corruptos nos han robado.

"¡Encendamos la luz de la fe para consolar a nuestros pueblos y convertirnos en artesanas de esperanza! Esta luz nos recuerda que algo nuevo nace cuando nos unimos y nos reinventamos con creatividad frente a las adversidades": Hna. Vuelo en V

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(Foto: Vuelo en V)

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Un nuevo camino comienza. Un nuevo amanecer nos espera, mientras la sabiduría divina nos toma de la mano y nos susurra al corazón que ya ha terminado la espera: nuestra liberación está cerca. Estamos llamados a encender la llama de la escucha atenta, la empatía y la solidaridad, aprendiendo a conectar con la vida de los demás.

La humanidad necesita reencontrarse con la fuente de luz divina, colocándola nuevamente en el centro de la vida cotidiana. Con las lámparas encendidas, nos atrevemos a ver las necesidades de nuestro mundo para seguir acompañando a cada hermano y hermana en sus luchas, búsquedas profundas y nuevas maneras de vivir.

En el corazón de la creación habita la inmensurable presencia de quien nos reúne para gestar cambios. Percibir esa luz requiere afinar nuestros sentidos y ser conscientes de que todo ser humano la necesita. Su presencia, no violenta pero transformadora, nos impulsa a renovar espacios, actitudes y maneras de ver la vida. Nos invita a situarnos con vitalidad ante nuestras propias realidades y ante el universo.

Desde nuestra profundidad podemos preguntarnos qué capas debemos quitar para dejar que la luz penetre en nuestro interior. Estamos llamados a dejarnos calentar el corazón por el amor, el respeto, la ternura y la compasión, valores del reino de Dios. Al encender esa luz interior, también reconocemos nuestro propio caos. Sin juzgarnos ni caer en la culpa, desde la esperanza y una mirada compasiva, aprendemos a armonizar nuestras experiencias y fluir con lo que la divinidad nos muestra en los diversos ciclos de la vida.

Al poner los ojos en Jesús, encendemos la luz de nuestra voz interior. Su amor nos arrulla y nos recuerda que es tiempo de limpiar nuestra mirada, redescubriendo la novedad que su presencia trae. Él nos interconecta y nos recuerda que somos parte de la creación, no sus dueños. Somos responsables de cuidar nuestra luz interna, un regalo de Dios desde que fuimos pensados en sus entrañas de Madre y Padre. 

La humanidad es ese pesebre que continuamente se prepara para acoger el regalo de un Dios entre nosotras, un Dios que se muestra en la vulnerabilidad de nuestra condición humana. Nos invita a renovar nuestros estilos de vida y caminar unidos por el sendero del bien. Mantenernos despiertas y vigilantes en la acción cotidiana nos ayuda a enfrentar con valentía los retos que nos esperan.

Ver brillar la luz divina en medio de nuestros pueblos disipa la ceguera del egoísmo y la desesperanza. Nos concede la gracia de romper con las estructuras injustas que hemos creado para justificar nuestros deseos de control. ¡Encendamos la luz de la fe para consolar a nuestros pueblos y convertirnos en artesanas de esperanza! Esta luz nos recuerda que algo nuevo nace cuando nos unimos y nos reinventamos con creatividad frente a las adversidades.

Hoy, en medio de tanta oscuridad, emerge el deseo de caminar firmes por el sendero de la fraternidad y la sororidad, viviendo desde el agradecimiento. Hijos e hijas de un Dios enamorado de su creación, somos portadoras de una luz inextinguible que atraviesa los espacios más inhóspitos y los remoza con su verdad.

Con asombro, como pueblo, nos acercamos para celebrar la buena noticia que nos trae el niño que nace. Él revela la sabiduría de un Dios que aprendió a mostrarse humano y acogió nuestra condición.  Nos descalzamos ante su bondad para aprender a vivir bajo la guía de su proyecto de vida.

Dios de amor y ternura, concédenos la capacidad de vernos como tu pueblo, que busca reencontrarse con su esencia frente a ti. Enséñanos a gestar contigo amaneceres sin fronteras, donde podamos ver tu luz en cada migrante, refugiado, encarcelado, pobre y violentado. Muéstranos cómo escuchar sus clamores y convertirlos en acciones transformadoras.

Muéstranos tu luz para poder contemplar el clamor de tantas mujeres y hombres explotados y ninguneados, para descubrir que sus gritos también merecen ser escuchados y transformados.