"Permanecer largo tiempo, todos los días, dentro de la tienda de la Palabra es esencial. Allí, el escultor cincela, en ese espacio personal e íntimo, el rostro de hija e hijo. Este proceso es lo que nutre y posibilita nuestra consagración": Hna. Magda Bennásar. (Foto: Pixabay/Matteo Orlandi )
Me dispongo a escribir lo que ocupa mi mente y corazón estos días, de un modo más intenso.
Escribo sabiendo que, al escribir, continúo mi tiempo dedicado a la oración. Escribir es una forma de orar y también una consecuencia de esta. A pocos días de la celebración de la vida consagrada, hay tanto que bulle dentro de mí que me ayuda a recogerlo en una palabra que la Ruah me susurra por dentro: "Soy yo" (Mateo 14, 27).
Así, directo y personal: "Soy yo".
Esta palabra ha sido comunicada una y otra vez a lo largo de los años. Con ella, Dios mismo comunica su presencia y su participación en una relación personal e intransferible que impregna nuestra existencia. A esa pertenencia y relación la llamamos consagración.
La consagración a ese 'amor', a ese 'yo' que se identifica con el nuestro, nos invita a una entrega total y transformadora. En un abrazo nuestra vulnerabilidad y belleza se fusionan con lo sublime de una llamada que supera nuestras expectativas. Esta consagración nos capacita para ser su presencia hecha carne, hecha mujer, en nuestro mundo y momento histórico.
La consagración no consiste en hacer cosas por Él y para Él, es muchísimo más.
La consagración es dejarnos esculpir, como una escultora esculpe la roca que tiene delante. Y convertirnos, golpe a golpe, de la mano de la artista, en la persona que nuestro mundo y planeta necesitan.
"Si no priorizo cada día la escucha en el silencio del "soy yo" (Mt 14, 27), nada podrá equilibrar mi vida y trabajo pastoral. La llamada a la consagración es, primero, a una pertenencia y, como consecuencia, a una tarea": Hna. Magda Bennásar
Y junto con lo anterior, deseo compartir con ustedes algo sobre los otros modos de pertenencia que veo en las personas cuando le van conociendo a Él. Tal vez respondiendo a la pregunta que muchos se hacen hoy: ¿tiene sentido el celibato, la obediencia, la vida frugal en respeto total con el planeta?
Nuestra pastoral y nuestro carisma consisten en ayudar a la persona a descubrir su identidad profunda. Ponemos mucho interés, tiempo y estudio en que las personas descubran que están habitadas por el Espíritu-Ruah de Dios. En su interior se proclama: "Tú eres mi hijo… mi amada, en ti me complazco" (Marcos 1, 10-11).
Para ayudar a acoger nuestro 'bautismo', que es nuestra primera consagración, ofrecemos acompañamiento personal y recursos en línea. Queremos que la persona descubra el silencio, aprenda a hacerlo y a incorporarlo en su día a día.
Tras el silencio prolongado y acogido, estamos preparadas para el Shemá (Deuteronomio 6, 4): la 'escucha'.
La Palabra acogida en el silencio prolongado va destilando su ternura y su empoderamiento.
Permanecer largo tiempo, todos los días, dentro de la tienda de la Palabra es esencial. Allí, el escultor cincela, en ese espacio personal e íntimo, el rostro de hija e hijo. Este proceso es lo que nutre y posibilita nuestra consagración.
Cuando las personas descubren esa relación de tú a tú con Dios, experimentan una intimidad que no tiene nada que ver con un intimismo sentimental. Es, más bien, un lugar de encuentro en la tienda de nuestra intimidad. Al vivir esta experiencia, las personas se sienten desbordadas de gozo, porque en cada uno se cumple la Palabra: la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Experimentamos en nuestro interior que somos portadoras de la Palabra. Somos la carne viva del Espíritu en nuestras calles y lugares de trabajo. Esta experiencia genera una energía interior tan poderosa que las personas, tanto las casadas como las solteras, desean esa pertenencia. Lo hacen porque han encontrado el tesoro.
Nuestra pequeña comunidad de Magdala, formada por catorce personas, expresó hace un tiempo su deseo de 'consagrarse'. Querían integrarse a esa 'pertenencia' de ser hijos e hijas, y vivirlo plenamente para compartirlo. Varias mujeres nos decían: "Si no estuviera casada, me iría con ustedes para vivir ese llamado al máximo".
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¡Increíble! En el mundo de hoy, en una Europa cada vez más alejada de la religión, un puñado de personas entra en contacto con la vida de Dios y desea pertenecer. Estas experiencias nos animan en nuestra travesía, que a menudo se siente seca, como llevar alimento a quien no tiene apetito. Así nos sentimos aquí. Sin embargo, la fuerza no proviene del exterior.
Estoy convencidísima de que si no priorizo cada día la escucha en el silencio del "soy yo" (Mateo 14, 27), nada podrá equilibrar mi vida, entrega y trabajo pastoral. La llamada a la consagración es, primero, a una pertenencia y, como consecuencia, a una tarea. Nunca al revés.
Podemos sentir que encontramos a Dios en las personas, en los pobres y en los que sufren. ¡Por supuesto!
En mi experiencia, esa sensación dura poco. Pronto nuestra enorme capacidad de amar y ser amadas se desinfla. Llegamos a desear tanto el aprecio de los demás que esto puede indicar la ausencia de lo más importante: volver al amor primero.
"Conozco tus obras, tu esfuerzo y tu entereza. Pero he de echarte en cara que has dejado enfriar el amor primero" (Apocalipsis 2, 2-5).
Por todo esto, y por lo mucho que llevamos en el corazón, cada año, en febrero, cuando la comunidad cristiana nos invita a celebrar la vida consagrada, se convierte en una oportunidad preciosa. Es un momento para revivir, una vez más, el regalo de nuestra vocación.
¡Feliz celebración, hermanas!