
Maite Fernández —segunda por la izquierda— con jóvenes del grupo Irũ en las adyacencias de la capilla de Lourdes en Argüello, Lourdes, Córdoba, Argentina. (Foto: cortesía Maite Fernández)

En 2022, tras la dura experiencia de la pandemia que todos atravesamos, un pequeño grupo de adolescentes se presentó tímidamente en un salón recién construido en la capilla de Lourdes. Venían con el deseo de formarse para el sacramento de la confirmación.
En aquel entonces yo recién iniciaba mi labor pastoral en Argüello Lourdes, un barrio periférico de la capital cordobesa de Argentina donde confluyen diversas culturas, creencias y realidades.
En este rincón geográfico se encuentra la capilla, una de las más antiguas de la parroquia Visitación de Nuestra Señora y San Alfonso, bajo la advocación de Nuestra Señora de Lourdes. Aunque austera, su espacio acoge a grupos de todo tipo: deportivos, asistenciales y, por supuesto, religiosos.
Fue en este contexto donde conocí a estos adolescentes y jóvenes, quienes tras recibir el sacramento de la confirmación decidieron seguir caminando juntos en un proceso más profundo de autoconocimiento e inserción comunitaria. Hoy tengo la bendición de acompañarlos.
El grupo es sumamente diverso, conformado en gran parte por chicos provenientes de familias paraguayas, lo que nos enriquece con una cultura vibrante y llena de significado. En nuestros encuentros compartimos mate con chipá, pan tradicional paraguayo, al igual que una espiritualidad arraigada en la devoción a Nuestra Señora de Caacupé.
"Cada vez que me pregunto por el sentido de mi vocación, la respuesta se afianza en estos rostros jóvenes que me interpelan. Jesús se hace presente en sus abrazos, en sus miradas, en cada mate compartido": Hna. Maite Fernández

Jóvenes del grupo Iirũ en la capilla de Lourdes en Argüello, Lourdes, Córdoba, Argentina, con el traje típico de Paraguay. (Foto: cortesía Maite Fernández)
Llegué a esta comunidad un poco después de haber profesado mis primeros votos, con un profundo deseo de trabajar con los jóvenes y aprender junto a ellos. Como hermana Dorotea, enamorada del carisma del acompañamiento y la animación de la vida, me siento llamada a responder desde esta vocación. Nuestra fundadora, Annunciata Cocchetti, nos enseñó que los jóvenes son "las pupilas de nuestros ojos", y esa certeza me sostiene en este camino.
Acompañarlos es un desafío constante. Su realidad no es fácil: crecen en un entorno hostil, entre villas donde la pobreza duele, donde la droga y la delincuencia acechan a cada paso. Son víctimas que a veces se convierten en victimarios; escuelas custodiadas por la policía; miradas apagadas por la desesperanza; horizontes grises que no prometen un futuro alentador…
Sin embargo, estos jóvenes son verdaderas joyas en el barro. Se atreven a ir contra la corriente, a estar atentos a las necesidades de su comunidad, a dedicar su tiempo a la misión, a acompañar a los niños de la catequesis, a animarse mutuamente y, aunque les cueste, a mostrar su vulnerabilidad para pedir ayuda cuando la necesitan.
Reconocen el peligro que los rodea y han decidido no ser parte de esa juventud atrapada en la esclavitud de los vicios. Pero eso no significa que no sufran. Les duele perder amigos, conocidos, familiares… Algunos están presos, otros hospitalizados, golpeados, incluso muertos.
Eligieron llamarse Iirũ, que en guaraní significa "compañero, amigo". Un nombre que sintetiza perfectamente la experiencia que han construido a lo largo de estos años.
Jesús se va colando en sus vidas con la sutileza de una brisa, y en ese compartir se forja un vínculo profundo, tejido en Él y por Él.
Aquí, en este espacio seguro, cada uno puede descubrir su esencia con la certeza de que el Señor los ha soñado y ha trazado para ellos un proyecto de felicidad.
Ese es nuestro objetivo: que se conozcan y se reconozcan en sus dones y límites, en sus historias sagradas, en sus heridas y luchas, en sus logros y alegrías. Saber que son profundamente amados y aceptados ha calado en sus corazones. Conocer a Jesús, que los mira con ternura y los llama por su nombre sin forzar nada, les ha revelado que los milagros no son solo relatos lejanos o hechos extraordinarios. Son realidades cotidianas, destellos de esperanza y vida con sentido.
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¿Cuáles son estos milagros? Tener sueños. Querer estudiar y trabajar dignamente. Mirar el futuro con ilusión y creer que es posible. Vivir con autenticidad, ser solidarios, estar atentos a las necesidades de su entorno. Ser buenos hijos, buenos amigos. Atreverse a hablar de Jesús, aunque a veces necesiten un empujón de valor.
Cada vez que me pregunto por el sentido de mi vocación, la respuesta se profundiza y se afianza en estos rostros jóvenes que me interpelan constantemente. Jesús se hace presente en ellos: en sus abrazos, en sus miradas, en cada mate compartido.
En este camino aprendemos juntos. Aprendemos de empatía, de la importancia de escuchar sin prejuicios, de estar al lado del otro sin intentar solucionarle la vida, sino simplemente acompañándolo.
Los jóvenes no necesitan salvadores; necesitan personas que los amen y comprendan, que los sostengan cuando no sepan lidiar con su propia realidad. Necesitan que estemos ahí, sin invadirlos. Necesitan presencia, saber que no caminan solos.
Aún queda mucho por recorrer, mucho por aprender y fortalecer. Pero las semillas han sido sembradas, están siendo regadas y nutridas. Y los frutos germinan en sus corazones, allí donde solo Dios los conoce plenamente.
¡Qué gracia tan grande ser testigo del paso de Dios en sus vidas! Esta misión es un regalo que me confió el Señor, mi fiel y gran compañero.
Vivir la pastoral como encarnación del Evangelio es una convicción que me sostiene. Es un pilar que une la misión con la espiritualidad, dando fuerza y sentido a mi vocación cristiana y religiosa.
Celebrar la vida con ellos se ha vuelto una experiencia cotidiana: una tarde en la plaza, un encuentro en la comunidad, un mate compartido con criollitos o chipá. En esa simpleza se revela lo maravilloso de este camino, donde el Señor se hace presente en sus sonrisas, en sus palabras, en sus abrazos profundos.
Como hermana Dorotea, llamada a animar la vida en amistad evangélica, acojo con alegría y entusiasmo este llamado, y proclamo con convicción: la juventud no está perdida. Al contrario, es un tesoro valioso que solo espera ser descubierto.