(Foto: Pixabay)
«Al principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella existía al principio junto a Dios. Todo existió por medio de ella y sin ella nada existió de cuanto existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron. Apareció un hombre enviado por Dios llamado Juan, que vino como testigo para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino un testigo de la luz. La luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo. En el mundo estaba, el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Pero a los que la recibieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios: ellos no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y verdad. Juan grita dando testimonio de él: "Este es aquel del que yo decía: 'El que viene detrás de mí es más importante que yo, porque existía antes que yo'". De su plenitud hemos recibido todos: gracia tras gracia. Porque la ley se promulgó por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad se realizaron por Jesús el Mesías. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba el lado del Padre, Él nos lo dio a conocer» (Jn 1, 1-18).
El Evangelio de Juan hace una síntesis del misterio de la encarnación con un lenguaje más elaborado dado sus destinatarios y por ser el último de los Evangelios que se escribe. Dista por tanto del lenguaje fresco y cotidiano del Evangelio de Lucas en el que nos relata el nacimiento de Jesús y las condiciones del mismo (Lc 2, 1-19), texto que leemos en la misa de medianoche.
"[Renovemos] nuestra fe no en el Dios todopoderoso sino en el Niño frágil, pobre, del pesebre que asume ‘desde abajo’ la realidad humana y nos llama a vivir como él para transformar esa pobreza en vida abundante": teóloga Consuelo Vélez
Pero el texto de Juan es supremamente rico. Comienza afirmando la preexistencia de Jesús desde siempre, es decir, la encarnación es realmente del Hijo que existe con el Padre y con el Espíritu desde toda la eternidad. De esa manera se contrarrestan las herejías de los primeros siglos que consideran la encarnación de Jesús o como un Dios que 'aparenta ser humano' o la de un humano que Dios 'adopta como su Hijo'. La afirmación es clara y contundente: Dios mismo, en la segunda persona de la Trinidad, se encarna con todas las consecuencias: "el verbo se hizo carne" y habita entre nosotros; es decir, su vida humana es real, con todas las consecuencias de la limitación espacio/temporal y con la finitud de lo humano. Precisamente porque se hizo ser humano, nos puede revelar quién es Dios con palabras humanas, las únicas que podemos entender.
En otras palabras, el misterio de la encarnación es misterio no en el sentido de que sea algo indescifrable, sino que no podemos abarcarlo y explicarlo totalmente. El cristianismo es una religión que afirmando la trascendencia de Dios se atreve a afirmar su inmanencia. Y esto es ¡escandaloso! Los seres humanos buscamos dioses poderosos, que arreglen todos nuestros problemas, y por eso distorsionamos tan fácilmente al Niño del pesebre, al Jesús de la historia, al misterio de la muerte y resurrección de Jesús.
"Aunque nuestras ciudades estén vestidas de pesebres y se cante y se rece al frente de estos, la inmensa mayoría no reconoce en esa celebración al Mesías anunciado por Juan": teóloga Consuelo Vélez
Por eso la otra idea fuerte de este texto de Juan es el anuncio y testimonio de Juan Bautista sobre el Mesías que viene detrás de Él. Sin embargo, "el mundo no lo reconoció", "vino a los suyos y no lo recibieron"; y esas palabras no son de ayer, sino también de hoy. Aunque nuestras ciudades estén vestidas de pesebres y se cante y se rece al frente de estos, la inmensa mayoría no reconoce en esa celebración al Mesías anunciado por Juan.
Sin embargo, el Evangelio afirma la esperanza propia de este tiempo de Navidad: "A los que le recibieron, les hizo capaces de ser hijos de Dios". Este es el fruto de la encarnación: Jesús se hace ser humano para que todos los seres humanos podamos vivir como hijos e hijas de Dios.
Que la reflexión sobre este texto nos ayude en este día a renovar nuestra fe no en el Dios todopoderoso sino en el Niño frágil, pobre, débil del pesebre que asume 'desde abajo' la realidad humana y nos llama a vivir como él para transformar toda esa pobreza en vida abundante para el mundo. Navidad es compromiso con lo humano, de manera que lo inmanente pueda ser trasparencia de lo trascendente en el aquí y ahora que vivimos.