Ante la vulnerabilidad, Dios es mi fortaleza

(Foto: Pixabay/Marc Pascual)

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por María Elena Méndez Ochoa

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Desde muy pequeños, en el ambiente familiar, cultural, escolar e incluso religioso, se nos enseña a avergonzarnos de nuestra fragilidad. Lo encontramos en palabras como malo, fracaso, culpa, caída, equivocación, derrota, pecado, etc. En general, todos estos ambientes nos enseñan a mostrarnos fuertes. Nos dicen que debemos ser fuertes, no llorar, no mostrar debilidad, ser perfectos, no caer, competir, ganar, dominar y ser invencibles como signo de fortaleza. Con todos estos mensajes, nos toma mucho tiempo entender en la vida que la vulnerabilidad no es un fracaso, sino un aprendizaje, una experiencia, un signo de madurez, crecimiento y gracia en la que Dios se hace visible a través de nuestras limitaciones.

Brené Brown, una reconocida psicóloga estadounidense, nos dice en su libro Más Fuerte que Nunca que "la vulnerabilidad es donde nacen muchas de las experiencias que, como seres humanos, soñamos: amor, pertenencia, alegría, creatividad, confianza. Es el proceso de enfrentar las dificultades que nos ayudan a recuperar nuestra tranquilidad emocional, donde nuestra valentía se pone a prueba y se forjan nuestros valores". 

Si es en la vulnerabilidad donde sucede la transformación, ¿por qué la evitamos? ¿Por qué no la enseñamos como parte de la vida? Probablemente porque queremos evitar el miedo ante el resultado de nuestras emociones y no sabemos cómo enfrentarlas. La vida está llena de caídas y levantadas, de dolor y alegría, de retos y oportunidades. Es ahí donde suceden los milagros de crecimiento y madurez.

"Ser frágil está bien: nos desarma de la prepotencia y nos dispone al afecto que conecta nuestros corazones": Hna. María Elena Méndez Ochoa

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Antes, en la vida religiosa nos enseñaban que veníamos a ser santas, perfectas… unas supermujeres, casi inhumanas. Pero nosotras somos frágiles y humanas, también nos equivocamos y, como los demás, vamos apropiando e integrando nuestra historia herida y rota por las circunstancias que nos tocaron vivir. Lo hacemos en un proceso de madurez humana y espiritual, como todas las demás personas, con nuestra comunidad y desde nuestra vocación.

San Pablo habla de la vulnerabilidad de otra manera: "Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Corintios 12, 10). Para entender la debilidad en la vida, imagino el proceso de la oruga, que requiere un tiempo de oscuridad donde sucede una metamorfosis que convierte un gusano en una bella mariposa. Todas las personas vivimos experiencias que, con los años, vamos valorando como regalos preciosos: nuestras fragilidades transformadas en fortalezas.

Escuché hablar sobre la vulnerabilidad en 2019 por primera vez y, a partir de ahí, de manera consciente, la hice mi compañera de camino. Por fin entendí que no pretender ser perfecta, llenar expectativas, saberlo todo y equivocarme era solo una realidad del ser humano y una oportunidad para mi crecimiento. La verdad es que saberlo me liberó de años de falsas creencias y me mostró que en la vulnerabilidad se esconde una fuerza que hace que mis limitaciones sean oportunidades para aprender de los demás y de mí misma.

La práctica de la vulnerabilidad me ha permitido agradecer, pedir ayuda y valorar la riqueza de las personas. Ser frágil está bien: nos desarma de la prepotencia y nos dispone al afecto que conecta nuestros corazones. Con el tiempo he aprendido a cambiar las quejas por gratitud, las culpas por reconocimiento y los fracasos por retos, oportunidades y experiencias de crecimiento.

Reconozcamos el don de la vulnerabilidad. Si siempre somos fuertes, no necesitaremos de los demás, nos creeremos superhumanos y no permitiremos que la gracia de Dios se manifieste en nuestra fragilidad.